Finalmente había terminado la entrevista con aquella chica pelirroja de enorme frente que resultó ser hija de Nacho Sixxx, y ahora caminaba como un condenado a muerte hacia la habitación 205.
Susurraba palabras obscenas, injuriaba todo lo existente y sobre todo profería maldiciones a su estúpido eslogan acerca de cumplir cualquier fantasía.
Ahora tenía que andar por el burdel como si fuera otra de las prostitutas con los pechos a punto de escaparse de ese diminuto vestido que el cliente había elegido personalmente; al menos agradeció no haber recibido instrucciones de cómo debía comportarse.
Pero claro, esto se ganaba por dejar que Jennifer hiciera las entrevistas mientras ella se tomaba su primer día libre en cinco años, quizá hasta ella lo había sugerido, pero ya se las vería con esa pequeña mujer cuando terminara con ese suplicio.
Al llegar a la habitación se colocó el velo de monja que le habían indicado usar, y entró.
La luz amarillenta le dio directamente en el rostro, era una réplica exacta de una parroquia que ella conocía bastante bien, apenas podía resistir salir de ese lugar para encontrarse con su fachada gótica horriblemente pintada de naranja.
Desde entonces supo que aquello sólo empeoraría cada vez más.
Se escuchaba un gimoteo infantil a pesar de que no había otra persona en la pretendida iglesia además de una joven de cabello corto sentada en la primera banca del lado derecho del altar.
Odiaba el sentimiento de claustrofobia y deja vú que le causaba aquel lugar. Decidió sentarse en una de las bancas y esperar.
Repentinamente escuchó la puerta abriéndose; no quiso voltear, no sentía ninguna prisa por conocer a aquel hombre. Los pasos se acercaban cada vez más y la inquietó su caminar y su aroma, supo quién era mucho antes de mirarlo.
Alzó la mirada hacia el altar sólo para confirmarlo con terror, los grandes ojos ámbar y los carnosos labios torcidos en una sonrisa perversa que mostraba unos enormes dientes afilados; era el hombre que más había amado y odiado en su vida, Zaireth, disfrazado como un sacerdote.
Únicamente pensó salir del lugar enseguida; corrió hacia la puerta, pero al intentar abrirla recordó que nadie puede dejar las habitaciones hasta que el cliente lo desee.
Mientras ella estaba abstraída en sus pensamientos, Zaireth se había quitado el cíngulo y se acercó sigilosamente a ella, y la agarró fuertemente alrededor de su cuello dejándola sin aire, para luego conducirla hasta una pileta de agua bendita y sumergirle el rostro en ella.
Al verla inclinada no pudo evitar subir su diminuto vestido, comprobando que no llevaba ropa interior; mirar ese hermoso trasero y aquella vagina perfectamente depilada lo excitaban demasiado, pero debía ser paciente, aún tenía muchos planes por realizar, así que tomó un crucifijo de madera y lo introdujo violentamente en aquella cavidad;
Liss se retorció de dolor, pues el Cristo metálico en él estaba rasgando su vagina y además se quedaba sin oxígeno.
Zaireth estaba distraído mientras la penetraba con aquel trozo de madera, así que la europea consiguió golpear su entrepierna.
Alzó su rostro empapado y respiró convulsivamente, buscó en el suelo su candelabro y volvió a empuñarlo, y mientras él seguía retorciéndose de dolor, pateó su cabeza, derribándolo, y lo golpeó nuevamente con el porta velas;
Normalmente lo hubiera seguido golpeando hasta escuchar su cráneo romperse, pero por alguna razón no se atrevía a matar a ese hombre, y además era una estupidez ya que luego podría revivirlo.
Antes de que pudiera realizar algún movimiento, un enorme puño golpeó su rostro interrumpiendo sus pensamientos.
Mientras estaba aturdida, Zaireth le ató las muñecas a la espalda y la cargó hacia las bancas; la ató a una de éstas incluyendo su larga cola de caballo para que mantuviera la cabeza en alto, y volvió a colocarle el velo húmedo.
El apócrifo sacerdote condujo a la chica que había visto Alyssa hacia el altar, así pudo verla bien, era una chica con uniforme de escuela católica, su cabello castaño le llegaba hasta los hombros y le cubría el rostro parcialmente.
Liss sabía bien quién era, la había visto miles de veces, pero no sin un cristal de por medio; era ella misma, quince años más joven.
Con su trabajo creía que ya no le sorprendería nada, pero nunca se habría imaginado algo como esto, le parecía increíble aún para el burdel; quiso correr hacia la chica para comprobarlo, pero lo único que consiguió fue dañar sus muñecas con las cuerdas.
—¿No es hermosa, Liss? Una pequeña de doce años aún incorrupta, inocente y virginal —dijo él mientras desabotonaba el suéter de la colegiala y bajaba el cierre de su pequeño vestido gris hasta dejarlo caer al suelo, quedando la chica con apenas una ligera blusa blanca que se transparentaba.
Liss forcejeaba en su banca mientras veía cómo aquella chica tímida temblaba de terror, había visto miles de asesinatos y cometido personalmente un centenar, pero verse a sí misma siendo ultrajada era vivir un horrible flashback y sólo quería que terminara.
Zaireth la despojó de su blusa y se la arrojó a Alyssa, le retiró la ropa interior con torturante lentitud dejándola indefensa y desnuda.
—Mírala Alyssa, su hermoso e inmaculado cuerpo, ¿lo recuerdas? Yo sí, bastante bien —dijo mientras acariciaba a la angustiada chica cuyas mejillas brillaban húmedas por sus lágrimas;
Besó suavemente su hombro mientras pellizcaba uno de sus pezones, y ella comenzó a gimotear de terror cuando Zaireth bajó la mano hasta su pubis. Liss estaba cada vez más desesperada, no quería revivir aquel momento, quería asesinar a aquel hombre.
—Oh, no te preocupes, no voy a corromperla a ella también.
Tras pronunciar aquellas palabras, la ató a la gigantesca cruz que se encontraba debajo de él y extrajo un martillo y varios clavos de al menos diez centímetros de largo.
Tomó el primero de ellos y lo clavó sobre la muñeca izquierda de la chica; el sonido del metal atravesando piel y hueso resonó por el lugar, así como un escalofriante grito de dolor.
El sacerdote repitió el proceso con la otra muñeca, la versión adolescente de Liss lloraba y suplicaba por su vida agitándose, tan sólo consiguiendo que más sangre brotara de su muñecas.
El hombre se arrodilló frente a ella casi fervorosamente, tomó otro clavo, lo posicionó sobre uno de sus frágiles tobillos y martilleó fuertemente rompiendo el hueso; el otro tobillo cedió más fácilmente.
La voz de la pequeña Liss se había reducido a un susurro agónico. Zaireth la miró con lujuria, introdujo su lengua en la boca de la chica mientras acariciaba su clítoris con movimientos circulares y con otro dedo recorría la entrada de su vagina que comenzaba a humedecerse.
—¿Lo ves, Alyssa? ¡Lo está pidiendo a gritos! A pesar del dolor y el temor, ella sólo puede pensar en sexo. Pero no, ella no lo tendrá, nunca.
De nuevo buscó bajo el altar, encontrando unas tijeras largas y delgadas. Se acercó a la chica con ellas deslizándolas desde el pecho incipiente de la chica hasta su monte de venus, produciéndole un visible escalofrío.
Separó sus labios vaginales dejando expuesto aquel pequeño bulto carnoso que era su clítoris y lo cortó de tajo, provocando un sangrado inminente además de un nuevo aullido de dolor.
Liss no sabía si se trataba de la impresión ante tal espectáculo o si realmente tenía una conexión con su versión adolescente, pero había sentido el frío de las tijeras en su propia vagina y el horrible dolor punzante cuando se cerraron.
Zaireth puso uno de los largos portavelas sobre el fuego de un cirio y contempló a la chica mutilada desaprobadoramente.
—Esto está muy mal… me parece demasiado profano representar a Cristo con una mujer. Tendremos que arreglarlo —dijo, obsequiándole a Alyssa una de sus tétricas sonrisas en las que retraía sus labios dejando completamente al descubierto sus enormes e inhumanamente afilados dientes.
Viró hacia la crucificada y mordió con fuerza uno de sus pechos hasta que le arrancó un gran trozo de piel, para luego escupirlo sobre el altar; la chica chilló de dolor mientras abundante sangre chorreaba de su pecho izquierdo.
El sacerdote aún mostraba su sonrisa teñida de escarlata, y siguió con su tarea, rasgando los pequeños senos hasta que quedaron convertidos en jirones rojizos.
—No, esto sigue estando mal…
Inmediatamente tomó las tijeras y caminó rápidamente hasta el confesionario.
Abrió una de las puertas, y dentro de ella encontró a un pequeño monaguillo rubio realizándole un fellatio a un obeso y calvo sacerdote. Zaireth pateó al niño, cortó el pene erecto del hombre y empujó la puerta del confesionario sin importarle el clérigo que intentaba desesperadamente contener el flujo de sangre.
—Ah, padres pederastas, son tan fáciles de encontrar.
Tomó con precaución el porta velas cuya punta estaba ya al rojo vivo y colocó el miembro cercenado sobre la chica, fundiendo la carne con el metal caliente; ésta siseó un poco y se ennegreció ligeramente, pero quedó bien adherida.
Al hombre seguía sin satisfacerle la decoración. Regresó al confesionario encontrando al pequeño niño llorando fuera de él, lo cargó y lo llevó hasta el altar, le quitó su hábito descubriendo que no llevaba nada debajo.
Era un hermoso niño de ocho años, de cabellera rubia y grandes ojos azules; resultaba perfecto para lo que planeaba. Tomó las tijeras y las clavó en la unión entre el cuello y su espalda, desplazándolas hacia abajo mientras el niño forcejeaba inútilmente.
Tuvo que repetir el procedimiento hasta que la herida fue lo suficientemente profunda. Separó piel y músculo, hasta dejar expuestas las costillas y pulmones, e introdujo una mano en el cuerpo del infante extrayendo estos, causándole una inminente muerte.
Colocó el cuerpo inerte sobre el altar, y con ayuda del martillo, fue aplastando las costillas con cuidado de no romperlas, deformándolas hasta que sobresalieron de su espalda, dándole la apariencia de alas hechas de hueso.
Al terminar le puso una cuerda alrededor del cuello y lo colgó de un ostentoso candelabro; con aquella iluminación lucía como un macabro querubín.
Nuevamente vislumbró el altar, se alejó unos pasos para contemplar la escena en su totalidad, el Cristo transexual y el querubín de las alas óseas. Quedó complacido, ahora era tiempo de la Comunión. Desató el nudo que mantenía a Alyssa en la banca y la cargó sobre su hombro derecho para luego depositarla sobre los senos extirpados de su versión adolescente.
Pasó la cuerda que aún sostenía sus muñecas por debajo del altar y la anudó en sus tobillos; con la cuerda sobrante ató sus rodillas a los extremos del mueble para que mantuviera las piernas separadas.
Debajo del altar se encontraban un cáliz con vino y unas ostias, fingió consagrarlas frente a Liss, remojó una de ellas en vino y la introdujo en su vagina; el vino tinto le causó un ligero escozor, que olvidó cuando ese hombre empezó a lamer su clítoris lentamente.
Los lengüetazos se fueron transformando en ligeras succiones y pequeñas mordidas, que lograron que ella gimiera de gozo, aun contra su voluntad. El hombre derramó vino sobre el manjar que degustaba, provocándole un ardor a Alyssa que no hacía más que excitarla más;
Zaireth introdujo su lengua en aquella vagina, encontrando la ostia empapada de vino y líquidos vaginales, combinación que le pareció exquisita.
Resistirse a penetrarla era imposible, se quitó el hábito dejando al descubierto su gran miembro y lo introdujo dentro de la dueña del burdel; ella clamó de gozo y él de inmediato sintió aversión, aquello no era para el deleite de ella, sino el suyo. Buscó las tijeras y las clavó en el abdomen de Liss, deslizándolas hasta su pubis, haciendo que la sangre derramada se mezclara con el vino en el cáliz mientras los gritos de dolor de la europea resonaban por la iglesia.
Penetró nuevamente a la mujer, vertió un poco del vino adicionado con sangre sobre sus labios que apenas seguían moviéndose y derramó el resto sobre su propio cuerpo; animado al ver su cuerpo con aquel elixir rojizo introdujo las manos en la nueva cavidad que había creado, presionando los órganos internos de la mujer alrededor de su pene mientras empujaba con más fuerza.
La presión de sus manos y la sensación suave y tibia de aquellas entrañas rozando su miembro era algo inigualable, por lo que no tardó en correrse dentro del cuerpo apenas con vida de Liss. Ella sólo podía pensar en una persona mientras su cuerpo era profanado, y no se trataba del hombre que tenía encima, sino en la chica que había permitido que eso sucediera…
Jennifer por fin había terminado con la cursilería que le había sido encomendada, y estaba adhiriendo el boceto junto a sus dos anteriores trabajos cuando su puerta se abrió de pronto; apenas alcanzó a distinguir a Liss furiosa sosteniendo un hacha, antes de que el arma cayera sobre uno de sus brazos, separándolo de su cuerpo.
Sin darle la oportunidad de preguntarle algo, volvió a atacarla, el hacha golpeó sus piernas, su abdomen, manchando todo de rojo hasta que el arma golpeó directamente su cabeza, partiéndola en dos hasta la mandíbula. La matrona liberó el hacha del cráneo con ayuda de sus tacones, y dejó una nota en el restirador ensangrentado:
“Cuando te regeneres limpia las habitaciones de los coprófilos y pasa a mi oficina. Alyssa Romanova”.
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